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Como tantas españolas de mi edad, en mi infancia y adolescencia no supe lo que era la soledad. Mi casa era un permanente ir y venir de vecinos, de primos y tíos que no necesitaban anunciarse puesto que estaban como en su casa. Y cuando no eran ellos, eran el lechero, el afilador de cuchillos, la campesina que vendía su queso de cabra, el mendigo, el cartero, etc.

Al trasladarnos de Tánger a Madrid, mi madre no paraba de quejarse de la soledad, y, sin embargo, vivía con su hija, su yerno y sus tres nietos, amén de algunas vecinas que a menudo venían a saludarla. Si nos ausentábamos unas horas, conocíamos la cantinela que nos esperaba al llegar a casa: «Se me ha secado la boca de no hablar durante tanto tiempo; yo no soporto esto de la soledad». Evidentemente era inútil tratar explicarle que su soledad era muy relativa, y que había muchas personas de su edad o de cualquier edad a las que les encantaría conocer ese tipo de «soledad». Debo confesar que, durante muchos años, no entendí su actitud y la interpretaba como una patología debida al destierro y a la edad. Algo he evolucionado sobre ese tema y entiendo mejor que la soledad no es solo la falta de una presencia, sino la falta de un tipo de presencia.

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