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Empiezan a ser frecuentes los artículos de buenas firmas sobre la muerte sin rostro ni duelo de esta pandemia. Aparecen en medios muy distintos, como al dictado de lo que llevamos comentando en privado tantos y tantos al saber del fallecimiento de conocidos o de sus familiares. He dicho muertes sin rostro, pero si algo debemos agradecer a la fama de algunas víctimas Covid19 -sea de la gran empresa, el espectáculo, el mundo intelectual y hasta del viejo papel cuché- es que han hecho imposible un silencio completo sobre la suma cotidiana de fallecidos rompiendo, de paso, cualquier barrera de clase: tampoco sus familias y amigos, por importantes que fueran, les han podido decir adiós como hubieran deseado. Pero es que, incluso si la muerte no tenía que ver con la pandemia, se nos han impuesto a todos los entierros clandestinos, con los familiares sorteándose los escasos puestos para el velatorio y eso cuando no se han visto obligados a grabar escenas del cementerio para consuelo de los ausentes. Lamentable.

Parece que, por nuestro bien, nos han hurtado las imágenes de lo peor, lo que me parecería aceptable si fueran otras las circunstancias y se quisiera evitar reacciones morbosas, pero suena más bien a maniobra tendente a evitar cualquier crítica a los gestores de la pandemia. De hecho, muchos médicos hubieran preferido esas imágenes para disuadir a la población de hacer tonterías cuando terminaran los confinamientos y, por otra parte, nos hubieran permitido asomarnos a una realidad que es fácil enfriar a base de acumular cifras y cifras cambiantes. Por otra parte, con las honrosas excepciones de alguna Comunidad o municipio y de las Fuerzas Armadas velando féretros, ni siquiera hemos tenido, como sociedad, el modesto consuelo de banderas a media asta generalizadas, silencios espontáneos de respeto en actos públicos o pequeños gestos de luto. Todo nos lo aplazan a un lejano y borroso gran gesto que tendrá lugar no se sabe cuándo ni dónde.

Hablo a este lado de la línea, pensando en la soledad de familiares y amigos, pero ¿qué puedo decir de los enfermos? No soy capaz de imaginarlo. Aunque consta -y se agradece- el esfuerzo generoso de muchos sanitarios -tan desbordados- por hacer menos terrible la situación de los pacientes aislados, hasta el Comité de Bioética de España tuvo que hacer semanas atrás una declaración en la que pedía acabar con la agonía en soledad por la que han pasado miles de fallecidos de Covid-19. Contra todas las regulaciones, se han visto sin la compañía de sus seres queridos en sus últimas horas, incluso sin el apoyo espiritual y religioso que tal vez hubieran deseado. Las situaciones excepcionales que estamos viviendo no justifican por sí solas la suspensión de estos derechos, aunque es cierto que las catástrofes suelen robar todo tipo de liturgia. Qué nulo consuelo.

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