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Cuando escribo estas líneas ignoro – aunque lo temo – cómo habrá terminado la evacuación de los afganos más amenazados por la salida occidental. Quería esperar hasta tener una idea más completa de la situación, pero no puedo quedarme callada, conmovida por el drama de tantas personas y especialmente de las mujeres.

El retorno de los talibanes es como una broma macabra que rompe el sueño de una sociedad más justa para las mujeres. Nos angustia porque recordamos su brutal comportamiento hace un par de décadas, pero su tosco primitivismo no debe llevarnos a engaño sobre otras formas más pulidas de opresión. Son demasiados los países del mundo donde la condición femenina es tan precaria y por eso dan ganas de abuchear a tanta institución internacional y a tanto gobierno presente en foros distinguidos pero incapaz -por indiferencia y algo peor- de garantizar unas condiciones mínimas para la mitad de su población.

Estos días, me ha llegado a enfadar la insistencia en “salvar a las afganas”, pero no porque no quisiera estar yo misma allí, ayudando, sino porque parecería que muchos -muchas- las quisieran arrancar de su tierra solas, sin sus familias, sus hijos, sus hermanos… Estas dos décadas han sido asombrosas porque demuestran cómo, cuando las mujeres pueden avanzar, con ellas lo hace su entorno. Ahora, a estas mujeres se las arroja al infierno, pero con ellas irán los suyos, incluso si parece que a sus compañeros se les acosa menos. “Salvar a las afganas”. ¿Lo mismo que salvamos a las de otras latitudes?

En cualquier caso, aunque sea tan evidente el maltrato, también me disgusta que se vuelva a resaltar ese papel de víctimas con el que debemos lidiar las mujeres. Las kurdas, por no elegir a las más privilegiadas, han sido, por ejemplo, unas duras combatientes en pro de su libertad más allá de su éxito o su fracaso y nos deberían iluminar con su ausencia de resignación.

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